El crimen dibujó mi rostro así como la lascivia perfilaba mis ojos… Bastaba con que el culo de una rubia se contoneara frente a mí… Era inevitable que mis manos temblaran sólo con advertir su presencia y con percibir el olor de sus feromonas que de seguro, sin querer, arrebataban mi organismo. Cualquier culo… el que fuera… sólo debía ser rubio para descontrolarme. Y para tener, irremediablemente que llevarla a mi cama. Bastaba sólo con aprender a leer sus ojos y aplicar las viejas tácticas de los “don juanes de antaño”, para robarle la primera sonrisa. He llevado muchas a mi estera, y les he hecho conocer la delgada línea entre la vida y la muerte… Su peor error es querer siempre un poco más de mí… Y al preferir reinventar kamasutras en mi viejo catre, unas ganas locas de ahogar el amor me invadían.
Nunca pude amarlas más de 2 veces. Prefería no volver a buscarlas, pero ellas, como perras en celo me buscaban incansables. No me importaba si tenían marido, o si dejarían huérfanos a sus hijos, si los tenían…, no importaba si no habían conocido alguna vez el dulce sabor del pecado, o si tenían las huellas y el bagaje que suelen tener las veteranas a la hora del amor…, o qué decir de aquellas que ni siquiera el sol se preocupaba por arrojarles un rastro de tuesto, o el olor fastidioso de su colonia barata…, Tampoco me importaba que el peróxido hubiera fundido sus neuronas. Lo único que interesaba, era que, a como diera lugar, sus hirsutos irradiaran el fulgor de un domingo veraniego. Para así, poder llenar mi vieja y cómplice litera de sus asfixiados gemidos, que pedían bailar al compás de mi trémulo baile, mientras terminaba de pasearme por su media luna sacrílega…
La antesala del deshielo era abordar sus pechos desnudos, para luego, ver cómo justo al sur, sus caderas se movieran en un cadencioso ritmo de sudores viejos…, de luz de luna. Hubiera dado lo que fuera por morir agarrado a sus pechos… A tantos pechos, a mis pechos inertes. ¡No! Miento... Hubiera dado lo que fuera por morir yo, al lado de alguna que me hubiera amado. Pero preferí quedarme para siempre con el beso irresponsable agazapado al corazón, y obtener cada vez más, la bacanal absolución entre sus muslos, y dejar por fin, al deseo en el desván antes de elegir que el tedio, aburrido de la soledad, saliera del ático, para atormentarme a diario con la cantaleta de la misma mujer todos los días al café del desayuno…
Autora: Ángela Jiménez
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