-“El doctor Gregorio”. Dijo aquella anciana mientras yo posaba la mirada sobre una calcomanía en la vitrina donde reposaban sus rosas, apiladas sobre un
pequeño puesto hecho a base de sus habilidades manuales. "Él es un santo, Gregorio el medico de los
necesitados", agrego. Mi abuela me había contado, como muchas de sus abuelas lo habrán hecho,
sobre el doctor Gregorio Hernandez, aquel que tantas ancianas todavía veneran
como un santo, aquel de las estampitas que coleccionaban afanosamente junto con
las de la virgen María. Mientras seguía mirando aquella imagen, venían a mí los recuerdos de una infancia, donde mi abuela tan sabiamente escondía aquellas estampitas de las que siempre me contaba historias, la del doctor Gregorio era una de sus favoritas.
Hasta hoy tengo la decencia de recordar una de esas historias de abuelas, de esas que nos espantaban, de brujas y duendes, de las que nos gustaba escuchar en reuniones familiares. Aquella vendedora de rosas me regalo un momento, con olores, sabores y mitos, por lo cual le regale una sonrisa y mi merecida atención por su detalle.
Luego de ese momento la calle no me pareció un mal lugar
para visitar por la noche y las personas que rondaban me parecieron más
familiares. Me subí a un taxi, le pregunte la tarifa al conductor y me senté
atrás, cosa que hago cuando no estoy de humor para hablar con un taxista, algo
raro en mí, pero necesitaba ese momento,
ese instante entre la anciana vendedora de rosas y yo.
Para hacerle entender al taxista mi apatía por sus ganas de
entablar conversación, saque los audífonos y el reproductor de música y busque
algo que me llevara al pasado, ahí estaba Beethoven con su novena sinfonía
para transportarme. Los
violines llenaban mis oídos, dispersándome en la noche, con mi cabello meciéndose por la fría brisa que entraba por cada ventana del taxy, aumentando con la velocidad del conductor, que sutilmente surcaba una ciudad tan vacía y lejana como mis ganas de hablarle; Yo no podía darme el lujo de dejar de pensar
en aquella explosión neuronal que causo el pasado en mí.
Ahí estaba de niño mientras mi abue me contaba la historia,
era aquella estampita que tanto valoraba, una de sus más bellas formas de curar
mis fiebres, pues siempre metía aquella representación artística debajo de mi
almohada para que aquel doctor me curara, yo, que conocía esa costumbre, acompañado de mi fiebre solía levantar la almohada y reconocer esa imagen
de un señor elegante, con la mirada
llena de sabiduría y la vestimenta de un gran personaje con sombrero y
corbata. Para mí, como niño, era
demasiado gracioso y terminaba devolviéndole el favor, así que me levantaba de la cama
y ponía a Gregorio debajo de la almohada de ella, de donde nunca debió salir.
Me burlaba desde muy niño de esas locuras de aquella señora que también reía de
mis ocurrencias, era extraño para mí que me acolitara aquel comportamiento, de
ahí aprendí buena parte de mi humor y tolerancia.
Hoy recuerdo eso con alegría, pues es importante tener esa sonrisa en los labios, aun cuando en un instante vayamos muy serios por la vida sin fijarnos en los detalles, en los recuerdos. Creo que a veces nos olvidamos de ser un poco niños, un poco curiosos, con tanto miedo que le encuentran al dicho aquel de que la curiosidad mato al gato. Yo creo, que es el miedo el que mato al gato, el miedo a sobrevalorar la curiosidad, el miedo a preguntar, a mirar, a conocer. Vamos por el camino sin ver esas pequeñas cosas que antes nos hacían tan felices, aquellos balcones del centro con flores rosadas a los que ya no miramos por no alzar la cabeza, aquellas personas que nos miran queriendo contar algo y simplemente por no perder un paso, huimos de aquella oportunidad.
Hoy recuerdo eso con alegría, pues es importante tener esa sonrisa en los labios, aun cuando en un instante vayamos muy serios por la vida sin fijarnos en los detalles, en los recuerdos. Creo que a veces nos olvidamos de ser un poco niños, un poco curiosos, con tanto miedo que le encuentran al dicho aquel de que la curiosidad mato al gato. Yo creo, que es el miedo el que mato al gato, el miedo a sobrevalorar la curiosidad, el miedo a preguntar, a mirar, a conocer. Vamos por el camino sin ver esas pequeñas cosas que antes nos hacían tan felices, aquellos balcones del centro con flores rosadas a los que ya no miramos por no alzar la cabeza, aquellas personas que nos miran queriendo contar algo y simplemente por no perder un paso, huimos de aquella oportunidad.
Tal vez no me entiendan, tal vez ya no existamos los estúpidos que nos congelamos en los detalles, en los momentos, en los recuerdos. Tal vez hay más miedos que ganas, no sé, a veces se me da la nostalgia, a veces creo que debí vivir en esos tiempos de nuestros abuelos contadores de historias, de magia, de cenas y risas, en la cual los niños nos volvíamos locos escuchando a un anciano hablar. Tal vez solo quiera ver el pasado volver, aquellas épocas en que todos llorábamos de la risa o nos hacían reír mientras llorábamos, recuerdan que simple era?
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